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sábado, septiembre 21, 2024

Jalil, Mustafá Abdul

BiografíasJalil, Mustafá Abdul

Mustafá Abdul Jalil es un jurista libio nacido en 1952 que presidente el Consejo Nacional de Transición (CNT) de Libia, responsable del derrocamiento y muerte del líder libio Muammar al – Khadafy.

Según los perfiles que del personaje han elaborado los medios de comunicación internacionales, Jalil se formó como jurista en la Facultad de Estudios Islámicos e Idioma Árabe de la Universidad de Libia, de cuyo Departamento de Sharía y Derecho obtuvo el título en 1975.

En su Al Bayda natal, en el norte costero de la región oriental de Cirenaica y solar histórico de la cofradía monárquico-religiosa Sanusi, transcurrió toda su vida profesional, primero como funcionario adjunto a la fiscalía municipal y, a partir de 1978, como juez. Sin dar detalles, el periódico The Wall Street Journal asegura que sus actos como juez estuvieron “consistentemente en contra del régimen”

En 2002 Jalil se convirtió en el magistrado jefe de la Sala de Apelaciones del Tribunal Supremo Libio. Como tal, le tocó pronunciarse en el caso de las cinco enfermeras búlgaras y el médico palestino condenados a muerte tras hallárselos culpables de la acusación de inocular el sida a más de 400 niños libios, de los que más de 50 ya habían fallecido. En diciembre de 2006 el Tribunal de Apelaciones presidido por Jalil confirmó las sentencias, aunque en julio de 2007 Khadafy accedió a liberar y repatriar a los reos a cambio de una serie de gratificaciones económicas de la Unión Europea. La circunstancia es destacada por el semanario francés L’Express, que recoge la valoración de un periodista búlgaro que cubrió la odisea judicial de sus compatriotas y retrata a Jalil como “un fiel entre los fieles” de Khadafy.

El 10 de enero de 2007, según L’Expres,s a modo de “recompensa” por su “intransigencia” en el proceso a las enfermeras, Jalil fue nombrado para el alto puesto de secretario de Justicia del Comité Popular General, es decir, ministro de Justicia del gobierno. The Wall Street Journal explica que la promoción se encuadró en los esfuerzos de Saif al-Islam, uno de los hijos de Khadafy y su heredero político oficioso, de conducir al régimen por un derrotero de reformas y apertura.

La primera muestra inequívoca de disidencia por Jalil no aparece hasta enero de 2010, y de una manera inusualmente desafiante. En el plenario anual del Congreso Popular General –remedo de Asamblea Nacional-, con Khadafy presente, el ministro declaró su intención de dimitir debido a su “incapacidad para superar las dificultades a que hace frente el sector judicial”. En particular, mencionó la permanencia en las cárceles de 300 prisioneros por delitos políticos a los que los tribunales ya habían absuelto y la amnistía de varios sentenciados a la pena capital sin el conocimiento de los familiares de sus víctimas. Khadafy recriminó en público a Jalil por sus palabras y rechazó su dimisión, esto último, al parecer, por insistencia de Saif al-Islam, quien quería mantenerlo en el gobierno. Meses después, las críticas de Jalil a los arrestos y encarcelamientos sin garantías judiciales fueron elogiadas por las ONG Human Rights Watch (HRW) y Amnistía Internacional.

Uno de los cables diplomáticos concernientes a Libia filtrados por la organización Wikileaks y fechado precisamente en enero de 2010 se centra en la figura de Jalil. En su informe al Departamento de Estado en Washington, el embajador estadounidense en Trípoli presenta al ministro como un oficial abierto a la cooperación entre los dos gobiernos, antaño mortales enemigos, en múltiples ámbitos y partidario de reformar el Código Penal libio para reducir el número de delitos castigados con prisión.

El secretario de Justicia, según el embajador, era favorable a restringir la aplicación de la pena de muerte “sólo en los casos de asesinato”; en relación con la libertad de expresión, sostenía que los libios podían acudir al foro del Congreso Popular General para “decir cualquier cosa que quisieran”. El mismo derecho tenían los periodistas, continuaba el ministro, a condición de que no hicieran acusaciones infundadas. Por otro lado, la política exterior de Estados Unidos le parecía censurable, ya que su incondicional alineamiento con Israel y su parcialidad en el trato con los musulmanes, percibida por estos como en su contra, estaban entre “las raíces del terrorismo”.

El embajador completaba su cable recordando que, de acuerdo con un reciente informe de HRW, Jalil venía expresando “ideas reformistas” sobre “eliminar la corrupción” en Libia y “someter las organizaciones de seguridad al imperio de la ley”. Ahora bien, opinaban la ONG y el embajador, “su afán por cambiar el sistema obedece más a un punto de vista conservador que a una agenda reformista”. El diplomático añadía que, “de acuerdo con su staff y varios jueces”, Jalil estaba “bien considerado” y se le tenía por “justo”.

Al comenzar 2011, Jalil seguía siendo uno de los dignatarios del régimen personalista fundado hacía más de 41 años por el coronel Khadafy. Pese a su exhibición de desavenencias en 2010, el secretario de Justicia, cuyas atribuciones eran más bien burocráticas y que carecía de verdadero poder político en el seno de la dictadura, parecía seguir contando con la confianza del clan Khadafy.

Tanto era así, que cuando el 15 de febrero, a renglón seguido de los derrocamientos populares de los gobernantes Ben Ali en Túnez y Mubarak en Egipto, y en paralelo a la propagación de las revueltas árabes a Argelia, Yemen y Bahrein, estallaron algaradas antigubernamentales en Bengasi y Al Bayda, Khadafy mandó a Jalil a su patria chica para que aplacara a sus paisanos y contribuyera a sofocar la protesta.

Una vez en Cirenaica, Jalil fue testigo de la violencia desatada contra los manifestantes inermes por las fuerzas de seguridad, siguiendo órdenes de un Khadafy resuelto a cortar el peligroso disturbio por lo sano. Los acontecimientos se sucedieron a velocidad vertiginosa. El Ejército intervino y descargó toda la capacidad de fuego que le permitían sus armas pesadas (incluidos los carros de combate y los helicópteros artillados), causando muchas decenas de muertos, pero la represión bárbara sólo consiguió dar ímpetu a la revuelta, que tomó la forma de una sublevación general en Cirenaica. Desbordadas, las fuerzas de seguridad se retiraron de Al Bayda, la cuna de Jalil y con sus 250.000 habitantes la cuarta urbe del país, que fue la primera ciudad en caer en manos de los revoltosos.

El 20 de febrero un portavoz del gobierno informó a los medios que el secretario de Justicia tenía entre manos unas negociaciones con los “extremistas islamistas” que habían tomado como rehenes a varios funcionarios de seguridad y a civiles en Al Bayda, pero al día siguiente el interesado tomó la voz para anunciar que, ante el “excesivo uso de la fuerza” en la represión del levantamiento, él se veía obligado a dimitir.

El anuncio quedó engullido por la vorágine de noticias, a cual más impactante. Apenas unas horas antes, miles de manifestantes habían “liberado” Bengasi con la ayuda de unidades militares desertoras, dando término a una crudelísima refriega que había costado la vida a cerca de 200 personas. El alzamiento había prendido en la propia Trípoli, donde detractores y partidarios del régimen libraban enfrentamientos y varios edificios oficiales eran pasto de las llamas, entre ellos el que cobijaba el vacío despacho de Jalil. El 21 de febrero fue también el día en que el régimen, a través de Saif al-Islam, rompió su silencio para amenazar a los alzados con una guerra civil.

La de Jalil fue la primera defección de un alto cargo de la Jamahiriya menos de una semana después de estallar la revuelta. La arriesgada maniobra fue rápidamente imitada por otros lugartenientes de Khadafy, civiles y militares, y resultó fundamental para la supervivencia de la sublevación, que sin líderes ni organización parecía abocada al ahogamiento en sangre. El siguiente capitoste en desertar fue, el 22 de febrero, el general Abdul Fatah Younis, ministro del Interior y mano derecha de Khadafy, quien le había enviado a reconquistar Bengasi al frente de una unidad especial del Ejército. Las prontas adhesiones de Jalil y Younis a su lucha contra el gobierno fortalecieron la moral de los rebeldes, aunque algunos no ocultaron sus suspicacias: a fin de cuentas, ambos habían servido lealmente al dictador -en el caso de Jalil, con matices- hasta hacía escasos días.

El 23 de febrero, con casi toda Cirenaica bajo el control de los rebeldes pero el alzamiento en Trípoli aplastado por la intervención conjunta de tropas leales y mercenarios africanos, Jalil aseguró a un periódico sueco tener “pruebas” de que la comisión del atentado terrorista de Lockerbie en 1988 había sido ordenada personalmente por Khadafy a Abdul Baset al-Megrahi, el agente de inteligencia condenado por este crimen a cadena perpetua por la justicia escocesa en 2001. Como ministro de Justicia, Jalil había desempeñado un papel importante en el polémico desenlace del caso Megrahi, indultado y repatriado a Libia en 2009 por razones humanitarias. En otra entrevista, ahora para la cadena qatarí Al Jazeera, hizo una segunda revelación-incriminación: que de la infección de sida a los 400 niños era responsable el régimen y no las enfermeras búlgaras.

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